Me acuerdo de la euforia de la recuperación de Las Malvinas.
Año 1982. Me acuerdo de una guerra absurda e insólita. Me acuerdo de tener 12 años y ver en la televisión como la gente festejaba en Plaza de Mayo con sus banderitas argentinas. Me acuerdo que la gente era mucha, llenaba la plaza, sonreía, saltaba y cantaba canciones que sonaban a cancha de fútbol. Me acuerdo de la cara de mi papá mirando la tele. La cara triste de mi papá diciendo “no” con su mirada… moviendo su cabeza de un lado a otro, muy lentamente. Me acuerdo del silencio triste de mi papá.
Me acuerdo de ir cada mañana a mi escuela pública y tener que cantar la marcha a Las Malvinas, que debimos aprender de prepo y a las apuradas: "¡Las Malvinas, Argentinas!, clama el viento y ruge el mar". Me acuerdo del miedo a los bombardeos –que nunca llegaron, que siempre estuvieron lejos- y de los simulacros de bombardeo.
Sonaba el timbre de la escuela insistentemente. Debíamos dejar todo lo que estábamos haciendo y salir ordenada y tranquilamente del aula, en fila india, siguiendo a la maestra, para bajar las escaleras ordenadamente hacia el sótano de la escuela, donde nos sentábamos, ordenadamente y en silencio, en la oscuridad, hasta que “el bombardeo” terminara. Me acuerdo de pensar: “¿y los que no tienen sótano?”.
Marcela Calderón.
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