Me acuerdo ¿Qué año habrá sido?
Me acuerdo:
¿Qué año habrá sido? No lo sé. Sólo sé que llovía en el barrio.
Llovía, llovía y llovía. Como llovía en los 80, llovía ese día en Santiago. ¿La
chimenea encendida? (no sé qué año se prohibieron y pasaron a ser arquitectura
tamaño muñecas). En fin, supongamos que estaba encendida. Lo que sí sé es que
los vidrios estaban empañados, había un fuerte olor a cera, un suelo de
baldosines rojos brillando y una prohibición absoluta de moverse para no dejar
todo lleno de cera.
De pronto suena el timbre. ¿Por qué insisto en recordar el detalle
del timbre, si sé perfectamente que todos los timbres del barrio estaban rotos
y casi seguro que alguien había venido corriendo antes a avisar que los milicos
estaban allanando? Tensa espera.
Creo que eran vacaciones de invierno. ¿Estaban mis papás en la casa?
Tensa espera y al fin llegan. Escucho la voz de la Magdalena, que mientras
construye un caminito de papel de diario por toda la casa, dice con su firme
vozarrón: ¡A ver! ¡Se me ponen en fila y entran con cuidadito porque acabo de
encerar!
Tenía un nudo en la guata y la espalda bien derecha. Nunca había
visto tantos milicos juntos ni tan de cerca, pero parece que la orden de la
Magdalena surtió efecto, porque entraron en fila, caminando despacio sobre el
papel de diario y ni nos miraron. ¡Uf! Relajo un poco la espalda. Me daba
terror mirarlos a los ojos.
Siguieron avanzando derecho por el caminito y llegaron al pasillo.
Mi espalda se enderezó de golpe otra vez, un doloroso hormigueo en la nuca y
los ojos bien abiertos. Iban a subir al entretecho. Desde ahí el tiempo se
volvió perezoso y empezó a avanzar muy lentamente, parecía que el pasillo fuera
eterno y que la marcha ordenada y firme de los milicos apenas pudiera cubrirlo.
Sube un bototo, se mueve en el aire, baja el bototo. Todo en cámara lenta.
Creo que mi cuerpo no se movía ni un milímetro, pero que mis ojos
iban desesperadamente de sus pies al cuadradito blanco que indicaba la entrada
del entretecho, el lugar de mis terrores. Creo que mi corazón latía con violencia,
como si se fuera a salir. Creo que debo haber pensado “no seas tonta, lo sabes,
no hay nadie ahí” y sin embargo creo que debo haberme puesto a rezar, “diosito,
diosito, por favor que no haya nadie en el entretecho, por favor, por favor,
diosito”, “diosito, diosito, por favor que no encuentren nada raro, ningún
libro, ninguna revista, ninguna cosa, por favor, por favor, diosito”, “diosito,
diosito, por favor que no se lleven a mis papás, por favor, por favor,
diosito”.
Qué miserable suena, mirado desde hoy, mi terror al entretecho.
Que hubiera monstruos, brujas, fantasmas, el diablo y la llorona, pero sobre
todo que hubiera alguien escondido, alguien que hubiera escapado de la Villa
Grimaldi y que se hubiera escondido en nuestro techo, alguien que los milicos
pudieran encontrar y llevarse junto a mis papás. Era todo lo que me preocupaba.
Miserable, pero real.
Subieron los milicos al entretecho y no encontraron nada ni a
nadie. Al menos nada que estuvieran buscando. Cerraron la puerta, deshicieron
el camino andado por las ordenaditas páginas de papel de diario y se fueron.
Creo que al salir se despidieron de la Magdalena. Buenas tardes, señora.
Ana Cruz.
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